Y así, empeñé mi vida en el objeto de esta búsqueda. Pasé años y años en ella. Pero nada, por mucho que lo intentaba, no lo conseguía. Por mucho que mi mente estaba alerta, hasta el último minuto en el que el sueño me vencía, no encontraba ese lugar. No encontraba nada. Cada día me levantaba sin nada. A veces, y sólo a veces, me levantaba con el recuerdo de un pedacito de sueño. Pero nada más. Nada más que me diera pistas. Nada que me indicara el camino. Para que puediera ir cuando yo quisiera. Para que pudiera ir cuando lo necesitara.
Porque yo creía que, en el lugar donde habitan los sueños, habitaban las respuestas a mis preguntas sin respuesta. Porque yo creía que, en el lugar donde habitan los sueños, habitaba todo aquello que soy yo y que todavía no conocía. Porque en ese lugar, estaba seguro, es donde podía encontrar la eternidad.
Comprenderéis por ello lo importante que esa búsqueda era para mí. Era preciso que lo encontrara. Pero cuanto más empeñaba, cuanto más estudiaba, cuanto más practicaba, la cruda realidad se hacía presente. No sólo no conocía el camino, sino que cada vez estaba más lejos de él. Cada vez se me hacía más esquivo y oscuro.
Así que, llego un día en el que me cansé. Y harto de tanto buscar, harto de tanta pauta, de tanto conocimiento, de tanto método, decidí dejarme llevar. Era viejo y estaba cansado. Y en aquella búsqueda, había invertido mi juventud. Mis ganas y mis deseos de vivir. Y ahora, sólo quería descansar. Y dejarme llevar.
Y al poco de descansar...un día, mientras dormía, en mis sueños apareció un camino. Era ancho, pedregoso y verdoso, y al fondo, muy al fondo, había una puerta. Llegué rápido y la puerta se abrió y entonces...allí estaba...yo...