domingo, 22 de enero de 2012

La herida

Nací medio muerta, estuve muriendo en el vientre de mi madre y necesité tiempo y ayuda para respirar, para vivir. Y mientras estaba muriendo en el vientre de mi madre, mi madre moría conmigo.

Podría decirse entonces, que nací herida. Con una herida profunda y correosa. Una herida que no terminas de sacarte ni de curarte, por mucho que lo intentes.

Una herida que te llama, desde lo más profundo, para que te acerques, para que coquetees con ella, para que vivas con ella por los años de los años.

Y así, periódicamente, esa herida me arrastra a las profundidades, a lo oscuro, a lo vacío, a aquellos sitios donde no hay guía, donde sólo hay dolor, donde hace falta mucha voluntad y mucho coraje para no perderse.

Esa soy yo. Una herida que lleva dentro una herida desgarradora, profunda, que clama por su derecho a llevarte con ella. Una herida que lucha para no dejarse vencer por ese desgarro profundo que lleva dentro, una herida que mantiene un equilibrio difícil entre sus deseos de morir y sus deseos de vivir.

Porque en mí, coexisten ambas cosas. Un profundo deseo de morir y un profundo deseo de vivir. Reconozco al uno y al otro. Reconozco cómo me invaden durante el sueño, durante la vigilia, durante todos y cada uno de los minutos y segundos de mi vida. Reconozco cómo quieren hacerse los dueños y señores de mi cuerpo y de mi alma.

Y me reconozco como alguien separada de ambos deseos. Como alguien que va mucho más allá de ellos. Como alguien que tiene que conseguir que no le dominen ni el uno ni el otro, con lo que ello conlleva.

Es difícil de sostener y difícil de conseguir, pero aquí estoy. Llevo toda mi vida tratando de habitar el espacio intermedio entre la vida y la muerte. Un estado neutral. Un estado donde se esté a salvo. Un estado donde no hay mucha vida, pero a cambio, no hay mucho dolor. Un estado intermedio que me puede hacer parecer un fantasma, pero que me protege.

Me protege del deseo de muerte. Me protege de la llamada profunda del abismo, que me llevaría irremediablemente si no gozara de esa protección.

Y desde este espacio neutral, observo. Vigilo. Me cuido. De que nadie entre en él. De que nadie me rompa el equilibrio que tanto me ha costado conseguir. Estudio. Calibro la forma en que pueda moverme más hacia la vida, sin que mi herida vuelva a llamarme. Pero no encuentro la forma, no encuentro la manera.

No hay forma que me permita entregarme a la vida, sin querer entregarme a la muerte. Sin querer entregarme de nuevo al dolor. Sin querer bajar al abismo y allí aceptarlo, no luchar, no entablar batalla, no gastar energías. Simplemente dejarme abandonar.

Y empiezo a estar cansada de tanta lucha, de tanta vigilancia, de tanta energía desgastada para ser sólo un fantasma.

Y en ese cansancio, empiezo a oír de nuevo los susurros de las profundidades, de la oscuridad. Esta vez no lucharé. Esta vez iré con ella, sin lucha.

Quizá no quiera matarme. Quizá sólo quiera hacerme notar, de una vez por todas, que quiero profundamente vivir...