domingo, 25 de noviembre de 2007

La medida del alma

Hubo una vez en la que el hombre soñó que era algo más que un animal. Que, en realidad, frente a su cuerpo material y caduco, era algo etéreo, inmanente y trascendente. Que, en realidad, era alma.

Que estaba aquí de forma transitoria y según fuera su realidad, podía llegar a estar encerrada. El mundo era su cárcel y el día de su muerte, liberada, empezaba su verdadera vida, empezaba a ser lo que era en esencia.

Hubo algunos que creyeron que habían estado aquí muchas veces, cumpliendo con la ley del karma, lo que les proporcionaba un cierto consuelo frente a las adversidades y un cierto refreno a los malos instintos. Un colchón de ética.

Una gran mayoría, esperanzados, volcaron sus ilusiones de inmortalidad en el etéreo concepto del alma. Una gran mayoría, también, esperanzados, añadieron al etéreo concepto, sus deseos de no padecer sufrimientos. Inmortalidad y felicidad como medida del alma.

Y, con ese colchón, andan de puntillas por la vida, esperando al minuto siguiente a su muerte física. Que les hará inmortales. Que les hará libres...y que les hará felices.

Apuestan su capacidad de controlar su vida a una sola carta. Etérea. Ladrona de poder y de control. Ladrona de coraje.

Unos pocos, no esperanzados, entienden que, quizá, son algo más que cuerpo, pero no se atreven a apostar más que por el poder y el control. Sobre su propia vida. Sobre su propio cuerpo. No tienen forma de medir lo etéreo. Ni quieren.

Y otros, que entienden que son sólo cuerpo, sólo apuestan por la experiencia. Del aquí y del ahora. El futuro no existe y lo etéreo tampoco. La medida del alma es nula para ellos.

Y...entonces... frente a estas realidades, ¿hay alguno que se cuestione su postura?, ¿hay alguno que, de verdad, quiera saber, cuál es la medida de su alma?...

domingo, 18 de noviembre de 2007

Quisimos ser libres...

Hubo una vez que todos quisimos ser libres. La idea surgió poco a poco en nuestras mentes y se fue haciendo un hueco hasta que llegó un momento en que tomó el carácter de determinación. Quisimos ser libres.

Y salimos entonces a la calle, para proclamar nuestro deseo. Es posible ser libre. Teníamos, incluso, la obligación de ser libres. Libres para pensar y libres para hacer. Libres para decidir.

Y una vez proclamado nuestro deseo, tuvimos que ponernos manos a la obra. Y, entonces, la gran mayoría de nosotros olvidó que detrás de cada acto viene su consecuencia. Y viene, detrás de ella, la obligación de ser responsable de la misma.

Olvidamos que el ejercicio de la libertad es un ejercicio de la responsabilidad. Y cuando descubrimos las consecuencias de nuestra práctica de la libertad, deseamos no haber sido nunca libres, porque asumir la responsabilidad de nuestra práctica, era algo para lo que no estábamos suficientemente preparados. Porque el precio que había que pagar por la libertad, la gran mayoría de las veces era...la propia libertad.

Y entonces, la gran mayoría se contentó con soñar con la idea de la libertad y volvió al refugio cálido de la falta de ella, asegurándose que no volvería nunca a intentar, prácticamente, ser libre.

Volvió a sus rutinas, a sus encasillamientos, a su lugar en la sociedad, que le definían, que le amparaban,...y que le proporcionaban una conveniente máscara para su ausencia de responsabilidad.

Sólo una pequeña minoría no se contentó, aprendió a lidiar con su responsabilidad y con el dolor que ésta suponía, y un día, al fin, consiguió ser, verdaderamente, libre. Libre para elegir entre ser cautivo de la sociedad o cautivo de sí mismo...o algo intermedio entre esas dos cautividades...

sábado, 10 de noviembre de 2007

Escondidos

Muchos de nosotros hemos sido caminantes que tratábamos, por todos los medios, de estar escondidos. Nos movíamos sigilosamente, con cuidado, en las sombras, no fuera a ser que los demás se dieran cuenta y vinieran por nosotros.

Se dieran cuenta de que no somos como ellos quieren que seamos. Y eso, era un problema. Porque entonces sus palabras podían herirnos, sus comportamientos también. Porque era necesario que todos fuéramos uniformes, que nadie destacara por encima de aquellos que eran los líderes naturales o elegidos. Era necesario asegurar nuestra supervivencia.

Y entonces, nosotros, los escondidos, tratamos de pasar desapercibidos. Nos vestíamos de forma gris y nos comportábamos de forma gris porque eso era lo que se esperaba de nosotros. Ni más ni menos. Un pequeño fallo en la tonalidad del gris se notaba. Y se pagaba.

Al principio de nuestro caminar no entendíamos esa necesidad de pasar desapercibidos. Y lo pagamos. Una y mil veces. Hasta que, de tanto pagar, entendimos que no querían que fuéramos individuos. Que querían una masa informe, gris, manejable. Unas sombras que se mueven en las sombras.

Y entonces, íntimamente, decidimos simular ser sombras. Desarrollamos nuestra capacidad de imitación y llegamos a olvidar que, un día, muy lejano ya, éramos individuos, con capacidades, ilusiones, pensamientos y formas de ser únicos. Cambiamos nuestra individualidad por nuestra supervivencia.

Y un buen día, despertamos envueltos en las sombras grises de nuestras grises vidas, y nos dimos cuenta que, había algo que no cuadraba. Que había algo más. Que éramos algo más. Y vino primero un déjà vu, y luego otro, y luego otro más y así...hasta que recordamos quiénes habíamos sido.

Y sentimos vergüenza por nosotros mismos. Por habernos prostituído por sobrevivir, malamente, en las sombras. Y entonces, decidimos alzarnos y rebelarnos, y decidimos buscar a aquél que fuímos un día muy lejano, sabiendo que, quizá, teníamos que darnos prisa, no fuera que se nos acabara de repente el tiempo y lo único que hubiéramos experimentado fuera el haber sido meramente sombras, escondidas, en un mundo gélido y gris.

domingo, 4 de noviembre de 2007

La herida

A lo largo de nuestra vida nos hacemos heridas. También nos las hacen. Algunas son pequeñitas, simples rozaduras. Otras son un poco más profundas, pero se curan al poco tiempo. A veces, ni siquiera sangran. Otras veces, sangran un poquito. Ni siquiera forman costra. Puede que durante el tiempo de tu vida te hagas miles de las pequeñitas y unos cientos de las poco profundas.

Dos o tres o cuatro veces o quizá algunas más, la vida nos hará heridas profundas, que llevará su tiempo cicatrizar y sus cicatrices permanecerán para siempre. Se cerrarán, pero de vez en cuando, el origen de ellas gritará desde el fondo de la cicatriz y dolerá.

En algunas ocasiones y a algunas personas, la vida no les tratará tan bien y les hará heridas tan profundas que no cicatrizarán nunca. Algunas de estas personas nunca se recuperarán, unas pocas tratarán de vivir con ellas y otras, por mucho que lo intenten, no podrán nunca volver a ser las personas que eran antes de la herida.

Sólo una escasa minoría no se rendirá. Luchará hasta el final para ser algo mejor de lo que era antes de la herida, pero hasta llegar a eso, sufrirá. Sufrirá con cada movimiento que haga, con cada pensamiento que tenga, con cada ilusión que cree desde su nueva realidad. Y frente a ese sufrimiento, tendrá poco o ningún margen de maniobra. Pero aguantará. Sacará fuerzas de donde no las tenga. Clamará a gritos ayuda y no sucumbirá. Nunca. Ni el minuto antes de su muerte.

Y en esa herida, terrible y cruel, encontrará el sentido de su vida. Se dará cuenta que la vida no es justa, que no es equitativa, no es amable, que se rige por las diferencias. Y que si no somos nosotros los que ponemos justicia, equidad, amabilidad, igualdad, respeto, amor...nadie lo hará por nosotros...

viernes, 2 de noviembre de 2007

Las palabras

Las palabras son una de las herramientas más poderosas que tenemos los hombres. Nos suben al cielo y nos bajan al infierno. Nos hacen reír y nos hacen llorar. Muchas nos dejan indiferentes, pero las más valiosas para nosotros, se convierten en una verdadera arma de precisión.

Utilizamos las palabras para comunicarnos, para expresarnos y sobre todo, para abarcar el mundo en la forma en que lo entendemos. Nos hablamos a nosotros mismos y hablamos con los demás. Y hablamos según nos sentimos. Tanto interna como externamente.

De la misma forma, los demás se acercan o se alejan de nosotros con las palabras. También desde su forma de entender el mundo y desde su estado de ánimo.

Y muchas veces, es en la confrontación con otro donde nos perdemos. Porque casi nunca nos paramos a pensar en qué significarán para el otro las palabras que está empleando con nosotros. Y casi nunca, aunque el significado sea uno o varios reconocidos en nuestros diccionarios, esas palabras significan lo mismo para nosotros que para nuestros interlocutores.

Cuando alguien te habla de amor, ¿qué entiende él o ella por amor?. Cuando alguien te habla de amistad, ¿qué entiende él o ella por amistad?. Y por compromiso, por trabajo, por estudio, por optimismo, pesimismo, ...

La verdad es que nunca significan, íntimamente, lo mismo para nosotros que para los demás. Y el error en la comunicación es suponer que sí, que significan lo mismo. Y así nos llevamos ilusiones, desilusiones, berrinches, sufrimientos, alegrías,... que poco después se descubren inútiles, quedando únicamente una sensación de vacío y de no haber entendido, sin saber que, para hablar con alguien, tienes que escuchar.

Escuchar mucho más allá de sus palabras. Escuchar sus ojos, su cabeza, sus manos, la postura de su cuerpo,...y sobre todo, escuchar a tu intuición, a ese sentido que te dice, sin dudar, si puedes confiar o no en alguien, si te fías, si lo que está diciendo puede encajar en tu forma de entender el mundo, si en definitiva...es uno de los tuyos...porque, por más que queramos empeñarnos, en el mundo no somos todos iguales...y necesariamente hay que elegir...