domingo, 24 de junio de 2007

La esperanza: un mundo infinito de posibilidades

Una de las capacidades más asombrosas del hombre es la capacidad de imaginar. Cuanta más capacidad de imaginar tengas, más privilegiado eres. Imaginar es lo que te permite evolucionar. Es lo que te permite pensar que el mañana será igual o mejor que el presente. También, evidentemente, que será igual o peor. Pero eso lo decide cada uno de nosotros, quizá en base a su experiencia pasada, y quizá también, en base a su instinto de supervivencia. Pero siempre, en último caso, es una elección íntima y personal.

Cuando alguien piensa que el mañana será igual o mejor que el presente, juega con la esperanza. Juega a pensar que, a pesar de todo, siempre tiene un mundo infinito de posibilidades. Y ese juego es aquello sobre lo que sustentará sus acciones y sus pensamientos, y sobre todo, su forma de enfrentarse y entender el mundo.

Para tener esperanza, tenemos que aprender a jugar. Jugar con nuestra imaginación, con nuestros pensamientos racionales, con los irracionales, con nuestros sentimientos, con nuestros afectos, con nuestra experiencia, con nuestros fracasos,..., con todo nuestro yo, en definitiva.

Jugar desde la inocencia, desde nuestra parte de niño pequeñito, desde la parte más oculta de nosotros mismos. Y cuando aprendamos a jugar y a tomarnos a nosotros y al mundo desde esa posición, es cuando empezaremos a sentir que la vida es un mundo infinito de posibilidades, donde todo lo que nos afecta depende sólo y exclusivamente de nosotros mismos.

Porque todo lo bueno y todo lo malo que nos pasa está fuera y sólo nos llega dentro, a nuestro yo, a nuestra parte íntima y profunda, aquello que nosotros queremos que nos llegue, y nos dura, aquello que nosotros queremos que nos dure. Aprender y aceptar eso, primero, y entrenarnos después en ello, es únicamente, elección y responsabilidad nuestra.

Si lo aceptamos, abrimos la puerta al juego, a la esperanza, y sobre todo...a un mundo infinito de posibilidades.

domingo, 17 de junio de 2007

El dolor se esconde en la soledad

Ayer escuché esta frase en una adaptación a obra de teatro del cuento "Bartleby, el escribiente" de Herman Melville, y me quedé pensando. Y resulta que, en muchos casos, es cierta.

El dolor nos obliga a recogernos, a replegarnos dentro de nosotros mismos. Y a alejarnos de los demás. Necesitamos el escudo de nuestra soledad para superar el dolor, pero no un dolor cualquiera, el dolor profundo del alma, el que nace después de haber pasado por alguna experiencia traumática. Aquella que nos deja despegados del mundo, suspendidos en medio del espacio y del tiempo. Aquella que hace que no volvamos a ser los mismos y que sólo queramos estar solos.

Y entonces, nos convertimos en alguien que no es como los demás. Que no reacciona como los demás. Que parece que va a cámara lenta. Que no le afectan las cosas ni las personas. Que no le afecta el espacio ni le afecta el tiempo. Que sólo quiere estar en su burbuja, mecido por su propia alma.

Nos convertimos en seres con un reducido campo de acción, aquél que está limitado a los 5 cm de fuera de nuestro cuerpo. Y gestionar algo más allá de ese espacio se convierte en un mundo, en algo que cuesta demasiado esfuerzo, del que carecemos, ya que necesitamos de toda nuestra alma y cuerpo para contener el dolor, que surge poquito a poquito y nos llega a comer hasta el último rincón de nuestra alma.

Y entonces, cuando llega ese momento, nos recogemos y nos apretamos dentro de nosotros mismos, para contener nuestro yo y aguantar el golpe. Y no podemos atender a nada más que a eso, no sea que desaparezcamos. Y pueden pasar años, hasta que logremos compensar el dolor y podamos liberar algo de esfuerzo para volver a acercarnos al mundo, primero, y a los demás, después. Y mientras, hasta que eso llega, lo único que nos queda es...la soledad.

lunes, 11 de junio de 2007

Te pido que me quieras...

Cuando alguien te ha querido de verdad y se va, te queda un vacío terrible en el cuerpo y en el alma. Encuentras consuelo en el recuerdo, en el rememorar la sensación que te producía tener a alguien que te aceptaba tal cual eres, alguien para quien tus defectos y tus errores eran simplemente cosillas con las que podías hacer papelitos pequeñitos y podías soplarles, juntos, y se iban...alguien que, solamente con pensar en él, podías subir las montañas más altas y escalar las cumbres más escarpadas...alguien en el que podías dejar que tu yo se desintegrara en partículas minúsculas, porque sabías que acogería a cada una de ellas, las recogería, las juntaría y las guardaría, con mimo, para que cuando estuvieras dispuesta a volver a ser tú, te costara menos que una milésima de centésima de segundos...

Cuando a alguien no le han querido nunca de esa manera, ese vacío que se le queda al que sí han querido, se convierte en un hueco permanente. Un hueco que clama que lo llenen, y que convierte a su dueño en un casero de fantasmas ("El murmullo de los fantasmas" de Boris Cyrulnik), en un niño eterno que llora y que trata de conseguir, como sea, que alguien le quiera.

Y ese como sea, desvirtúa su vida y su percepción de la realidad. Y le hace despegarse del mundo, y le cuesta verse a sí mismo y sobre todo, le cuesta ver a los demás. Percibe a los demás, a todos, como potenciales proveedores de cariño y en esa percepción, desatiende las normas básicas, y corre detrás de todo aquél que, ya sea por azar, por educación o por simpatía, le muestra una milésima de ese mundo, nuevo, lleno de posibilidades, donde es posible ser querido.

Si amar, o querer, es una capacidad humana, es nuestra responsabilidad entrenarla, aprender a usarla, como se hace con un coche nuevo que has comprado o con una consola de videojuegos. El precio de no hacerlo, es demasiado alto...

domingo, 3 de junio de 2007

El precio de...la felicidad

A lo largo de mi vida me he encontrado con mucha gente, particularmente hombres, que hablan constantemente sobre su infelicidad y la necesidad que tienen de encontrar la felicidad. Si les preguntas, no te saben decir en qué consiste y sobre todo, no saben decirte qué deberían tener o sentir para ser felices.

Es un concepto espinoso, ese de la felicidad...concepto que todos nos creemos con derecho a poseer, es igual que el concepto de amor...están tan en boca de todos nosotros, que no sabemos lo que significan íntimamente para cada uno de nosotros. Todavía no le he escuchado a nadie decir qué es para él o ella la felicidad...o el amor.

Creo que, tanto la felicidad como el amor, residen en nuestro interior, y cada uno de nosotros dispone de una cierta capacidad, que hay que entrenar, para ser feliz y para poder amar. No se nace amando y no se nace siendo feliz. Naces con capacidad para poder amar y con capacidad para poder ser feliz. Es tu responsabilidad, primero, encontrar qué significado íntimo y personal quieres dar a cada uno de esos conceptos, y segundo, poner los medios para poder alcanzar la realidad práctica del sentido que hayas encontrado para esos conceptos. Y para esto, se necesita...tiempo...mucho tiempo...yo diría que toda la vida...ése es el precio...de la felicidad...

No me resisto a apuntar aquí una cita de Nietzshe, que encontré en "Kaddish por el hijo no nacido", de Imre Kertész: "quien no puede asentarse en el umbral del instante, olvidando todos los pasados, quien no es capaz de detenerse en un punto como una diosa de la victoria, sin vértigo ni temor...nunca sabrá lo que es la felicidad"