domingo, 28 de noviembre de 2010

Luz y sombra

Cuando era pequeña descubrí que todo era cuestión de luz. No importaba quién eras, no importaba donde ibas, ni lo que había fuera, ni los otros. Sólo importaba la luz.

Lo descubrí al mismo tiempo que descubrí mi falta de libertad. Mi conciencia de prisionera. Prisionera de mi cuerpo, anhelante de volar, mis ojos se perdían entre los rayos de luz que se colaban por las rendijas, y con ellos se iba mi mente y mi alma.

Por aquellos rayos de luz, yo me escapaba. A vivir otros mundos. Otras realidades. Otras circunstancias. Y montada sobre ellos, yo era la gran capitana. Yo me fundía con la intensidad. Yo era la intensidad.

Y sólo cuando llegaba la noche, era cuando no tenía más remedio que volver a mi celda, a mi prisión, a mi conciencia de ser prisionera. Y en aquella conciencia me acurrucaba, intentando hacerme muy pequeñita, para no gastar fuerzas. Para tener energías para poder escaparme de nuevo, con ayuda de la luz.

Estuve mucho tiempo así. Tiempo en el que no me dí cuenta de que la presencia de la luz sobre uno, crea la sombra. Y cuanta más luz hay, más sombra produce. Somos seres hechos de sombra. Por más que no queramos darnos cuenta. Por más que no queramos verlo.

Yo no había querido verlo. Había querido escaparme. Había querido vivir sólo la luz, obviando la sombra. Y ésta, ignorada por mí, crecía sin parar. Cuanto más me escapaba yo, más grande se hacía mi sombra.

Hasta que, un día, preparada de nuevo para cabalgar sobre la luz, mis ojos no se abrieron. Mi sombra era tan grande, pesaba tanto, que no me dejaba abrir los ojos. Me condenó a vivir en la oscuridad. Y allí, perdí la noción del tiempo. Perdí la noción del espacio, y perdí la noción de mí misma, tal y como la conocía hasta entonces.

Y entonces, obligada a experimentar mi sombra, grité y grité, hasta que mi voz dejó de salir de mi garganta. Lloré y lloré, hasta que mis lágrimas se secaron. Una y otra vez, me estrellé contra las paredes de mí misma, contra mi propia sombra, que allí estaba presente. Omnipresente.

Y cuando dejé de luchar, cuando la oscuridad fue total, no tuve más remedio que aprender a vivir de otra manera. Que aprender a convivir con mi sombra. A habitarla y a quererla. Y cuando me quise dar cuenta, la luz empezó a volver.

Pero ya no era una luz que se colaba por las rendijas. No era una luz exterior. Era una luz que provenía de mi sombra, que provenía de mi oscuridad.

Y esa luz, que al principio era pequeñita, se fue haciendo cada vez más y más grande, hasta que hubo días en los que predominaba la luz. Otros días, sin embargo, predominaba la sombra. Pero parecían alternarse, en sutiles equilibrios, hasta que descubrí, que era yo la que podía hacer que ese equilibrio existiera.

Pero para ello...tenía que aceptar por igual...mi luz...y mi sombra...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buen artículo. Gracias.